Hoy, vistas las características que cobran tanto el entorno inmediato del urbanita cuanto la degradación del paisaje, se han convertido en un legado histórico y artístico que importa preservar a toda costa e imitar, aunque de acuerdo con el signo de nuestros días.
Pese a que es la propia naturaleza la que con espontaneidad facilita la materia prima para componer un jardín, pronto la mano humana se aplicó a imponer su estilo, al encauzar, orientar, ayudar y hasta imponer con férrea disciplina el crecimiento (el “topiari” es, pongo por caso, el arte de la poda que busca resultados escultóricos).
La vasta y profunda panorámica trazada por Ehrenfried Kluckert en el imponente volumen profusamente ilustrado “Grandes jardines de Europa”, aunque circunscrita a unos límites escogidos, pone de manifiesto cómo con el discurrir del tiempo las diversas culturas han establecido y cultivado una personalidad muy diferenciada.
Pese a ello, las influencias culturales y estéticas son manifiestas y tal mestizaje resulta apasionante y siempre enriquecedor en no pocos aspectos.
Un ejemplo de tales incorporaciones externas lo tenemos en la aportación que al paisajismo inglés supuso el conocimiento del historiador y tan distinto mundo del jardín chino; pero lo más interesante es que el vehículo informativo fue la voluminosa correspondencia que los jesuitas instalados en misión en la Ciudad Prohibida mantenían con la casa madre de Roma.
Tales misivas constituían verdaderos estudios monográficos sobre todo lo que de interesante descubrían al adentrarse y profundizar en aquella civilización varias veces milenaria y mucho más refinada que la occidental. Tan atractivo y novedoso resultó el tema de la jardinería, que mereció ser editado y la versión inglesa se agotó en un abrir y cerrar de ojos.
Es poco conocido que el parque mandado plantar por el duque de Malborough alrededor de su palacio, obrado por el arquitecto Bridgemann, estaba inspirado en la estrategia militar con el fin de evocar la disposición de los cuerpos de ejército en la decisiva batalla de Blenheim, victoria que le permitió ingresar en la historia. El resultado nada tenía que ver con el terreno original, pero el visitante que se adentra en la frondosidad y se acerca al gran lago o pasea por los montículos tiene la impresión de que son obra natural.
El paisajismo inglés originariamente denotaba una actitud y una estética ante la naturaleza que resultaba muy próxima al concepto desarrollado por los chinos, cual es intervenir, incluso de forma muy radical, pero sin que el observador pueda detectarlo.
Se echa de ver que era una manera de actuar opuesta a la francesa, cuya rigidez geométrica acabó por ser el signo distintivo de su personalidad, aunque también tuvo mucho peso un barroco que, a la hora de ejercer el poder, propiciaba planteamientos claros, centralizados y que transmitieran visualmente al pueblo la evidencia de quién mandaba y desde dónde.
Los jardines españoles
Los jardines españoles merecen especial atención, sobre todo por haber constituido una vía de enriquecimiento y de transformación de las prácticas habituales, merced al mestizaje que supusieron los ocho siglos de influencia de la civilización islámica.
Es obvio que en la parte arquitectónica se advierte un estilo y propósito distintos, tanto en la parte formal como en la conceptual, pero hay un elemento básico que es el uso y el manejo del agua, que cobra un protagonismo muy comprensible e innovador. También Barcelona está presente en esta magna obra.
El primer jardín mencionado es el del Laberint, del que destaca por supuesto la parte geométrica y lúdica que da origen al nombre, pero también la ampliación romántica que tendió Rogent en el siglo XIX. El autor no olvida hacer hincapié en la ornamentación escultórica, que ha de ser interpretada en su conjunto y con una clave de signo amatorio, que conocemos gracias a la investigación del estudioso Revilla.
También destaca la transformación de la Ciutadella de Felipe V en un parque, según proyecto de Fontserè. No acierto a comprender que lamente la desaparición de la mayoría de los pabellones levantados al calor de la Exposició Universal de 1888, puesto que casi ninguno tenía mayor interés, al revés del restaurante que nos legó Domènech i Montaner, y encima contribuyeron a mutilar unos jardines ya de por sí no demasiado extensos.
Celebro que haya destacado el Umbracle, construcción única en su género por obra del discurrir del tiempo y gracia de la materia empleada, la madera. Pese a que el parque Güell es una realización que en principio no cuadra con el concepto general del libro, evidencia la voluntad de aceptar en el siglo XX un cambio estético que lleva a cultivar incluso la ruptura. Así se comprende que incluya otras realizaciones vanguardistas. Y sospecho que la mención del parque Miró se justifica más por la intervención del artista que por la obra ajardinada.
De Cataluña, además, elogia el jardín de Santa Clotilde, que el marqués de Roviralta encargó para embellecer su finca de Lloret. Es lástima que no cite a Rubió i Tudurí, su autor, pero no es el único caso. Tanta belleza concentrada en tantos jardines es bien captada y sin duda potenciada por un espectacular despliegue fotográfico.